Dos buenas mujeres

Mi tía Elisa era muy divertida. Siempre la recuerdo en momentos alegres, o cuando alguien hace un comentario brillante, sagaz, inesperado o un juego de palabras divertido. Ella los bordaba. Era inteligente, guapa y gorda. Muy gorda. Pero no era ese tipo de gorda norteamericana que ves trasladarse basculando sus kilos de derecha a izquierda por cualquier calle de cualquier ciudad de ese país de oportunidades. Basculan lentamente, pesadamente, porque además de los kilos les pesa la vida. O al menos eso parece. Van siempre desarregladas con chándals de colores pardos, grises o negros, siempre en la gama de las ratas de alcantarilla. Mi tía Elisa no era así. No sé, se podría decir que tenía una gordura más europea. Más sofisticada, quizás. No te molestaba. Ella tenía las carnes prietas y siempre iba muy arreglada. Impecable.  Era presumida y a pesar de su enorme tripa, sus inmensos brazos y sus inabarcables muslos encontraba la manera de vestirse que le favoreciera. Se sacaba partido. Me hipnotizaban sus manos siempre tan cuidadas con esos dedos regordetes, pero largos, luciendo anillos que combinaba con sus prendas de vestir. Perlas, brillantes y zafiros a juego con sus ojos. Azules. Cogía la croqueta con exquisita delicadeza y se la llevaba a la boca sin ansiedad. Mantenía una gordura digna. Había ido ganando kilos con la edad. Le gustaba comer y beber como a toda la familia, pero a ella le debieron tocar unos genes -malditos genes- más glotones y además era excesiva. Excesivamente inteligente, excesivamente simpática y excesivamente gorda.  Había luchado contra los kilos toda la vida hasta que un buen día pensó que estaba harta y que ni un régimen más.  Se dio por terminada. Terminada en cuanto a los kilos, no ante la vida.  Ella era así. Con el primer ataque al corazón, no hizo mucho caso. Con el segundo empezó a ver las orejas al lobo. Y con el tercero se asomó al abismo. No tuvo más remedio que hacer caso al médico, que le daba una lata espantosa. Dejó de fumar con la promesa que a los 80 años volvería a sacar un cigarrillo de su pitillera de oro, le daría esos tres pequeños golpes tan sugerentes y volvería a sentir el humo en su boca, en sus pulmones para luego expulsarlo suavemente con una interesante inclinación de cabeza.  No llegó. Le faltaban pocos meses para alcanzar la edad prometida. Una edad que ella se había puesto como límite. Debe ser algo común en los viejos. Otro de mis parientes aseguraba que quería morirse a los 92 años. Le parecía una edad muy digna. Murió a los 90. Allí comprendimos su fecha límite. Su cuenta bancaria aguantaba, al ritmo que llevaba, hasta los 92 y no estaba dispuesto a renunciar a nada, sin ese ritmo ya no le merecía la pena vivir.  Pues mi tía igual. A partir de los 80 quería no cuidarse. Que era como decir suicidarse porque le daba igual lo que viniera, para ella vivir sin sus pequeños placeres de los que tanto había disfrutado ya no era no era vida.

Había sido muy guapa de joven, aunque su trasero ya apuntaba maneras, y de pequeña fue monísima y recatada. Su ama, esas señoras tan listas que llegaban del campo a cuidar a los pequeños de las casas bien y que sabían más del comportamiento humano que un doctor en psicología, la caló enseguida y cuando alguien comentaba que preciosa y buena era la criatura, ella rauda contradecía “deje, deje, que ésta parece ermita y es catedral”.  Pleno al quince. Catedral de primera división. León, Burgos o Notre Dame.  Tan catedral que no se le puso nada por delante. En aquellas épocas, hablamos de la década de los sesenta, en este país no se entendía a una mujer tan independiente y tan lista. No la entendieron los hombres. Me quedo con la duda de si conoció varón. Imagino que sí. O hembra. Que nunca se sabe. Quizás tuviera una vida secreta que nunca nos contó. Esas cosas de sexo no se contaban. No estaban bien vistas. Eran más pudorosas, tenían un gran sentido del decoro. Me encanta esa palabra. Decoro.  Ya casi no se usa. Pero es una palabra que define perfectamente la actitud de la gran mayoría de mujeres de esa generación.  Mi tía no se quedó para vestir santos por muy catedral que fuera. Hablaba un inglés casi perfecto y no dejaba escapar ni una oportunidad para demostrarlo. Solía ser la reina de las conversaciones. Siempre una anécdota, una historia, un relato que nos dejaba en vilo. Sabíamos que llegaría un desenlace que nos sorprendería, ella decoraba sus historias, no tenía prisa, conocía perfectamente el arte de la oratoria, colocaba los adjetivos en su lugar, un color por allí, una ironía por allá, un toque de humor por acá. Y siempre algún vocablo inglés. O francés, pero su humor era más británico. Y hacía gala de ello.

Había sido una de las primeras mujeres ejecutivas en España. Recorrió medio mundo trabajando en una compañía de publicidad. De su primer viaje a Japón, que no estaban más adelantados que los españoles en materia de liberación de la mujer, contaba como se habían quedado boquiabiertos los japoneses que le esperaban para el consejo. No se esperaban a una mujer. Y menos tan grande. Tuvieron que cancelar sus planes para agradar al extranjero. Ni gheishas, ni nada por el estilo. Pero se los ganó para la causa. Volvía triunfante de esos viajes que siempre contaba con gracia, sin darse importancia, poniendo el acento en lo cómico de la situación y sin ser ella la protagonista. Otra vez ese decoro. No le pesaban los kilos, le pesaba más la soledad. Le gustaba tener compañía. Cuando se jubiló encontró su rincón en el mundo: una casita en un pueblo de Segovia. La había hecho a su imagen y semejanza. La casa era preciosa y disfrutaba muchísimo del jardín inglés que había logrado en plena meseta castellana. Allí ocurrió su última gran historia que nos dejaba sin palabras. Llevaba años en la casa y decidió hacer obras para arreglar el dormitorio de la planta baja. No se sentía ágil para subir la escalera hasta su habitación. Decidió tirar el tabique para agrandar el cuarto de baño. Vinieron los operarios y comenzaron a picar la piedra.  Pin, pan. Muy ordenados. Empezaron por abajo. Pin, pan. «Y de repente”, decía con una estudiada pausa, “unos zapatitos”.

– Señora, señora, gritaron asustados los operarios.

-¿Qué ocurre?, preguntó.

-Venga, venga señora que hay unos pies.

-No digan ustedes sandeces, contestó mientras se acercaba incrédula.

Y allí estaban efectivamente unos zapatos femeninos. Asustados picaron un poco más. Pin, pan. Ya no quedaba duda. Dentro había un esqueleto con zapatos y mandil.  A pesar de los tres bypases, mi tía no perdió los nervios, llamó a la Guardia Civil y condujo a los dos operarios a la cocina. Abrió una botella de whisky y sirvió tres vasos y luego otros tres.  Pronto llegó la benemérita y procedió como se procede en estos casos: levantamiento del cadáver y coche fúnebre en la puerta.

“¿Qué pasa? ¿Le ha ocurrido algo a la señora Elisa?”, preguntaban arremolinados los vecinos. “Han encontrado una mujer emparedada” informó un indiscreto miembro de la funeraria. Se hizo un silencio sepulcral hasta que Jesús, el clavos, murmuró, “la Benilde”. Y los más viejos del lugar repitieron “la Benilde. Debe ser la Benilde”. Esa noche no se habló de otra cosa en la comarca. “No huyó a América”, susurraban, “estaba aquí. El la mató y la emparedó”. El abuelo de los anteriores dueños, los antiguos propietarios, contaron a la policía que su abuelo denunció en los años 40 la desaparición de su mujer.  Que su mujer había escapado con un amante a América dejándole al cuidado de sus dos hijos. “La muy lagartona ha huido a América con su amante”, decían unas. “Mira que abandonar a sus dos hijos”, comentaban en la cantina los otros. “Pobre hombre”, clamaba el pueblo como Fuenteovejuna. “Habrá que ayudarle”, pidió el párroco desde el púlpito. Al buen hombre y a sus hijos no les faltó nunca de nada. Las mujeres hacían la casa, la comida, la colada, se encargaban de las criaturas hasta que fueron mayores. Los hombres acompañaban a su paisano en las borracheras e incluso  pagaban mensualmente su desahogo en el burdel en la capital. Los niños siempre pensaron que  su madre les había abandonado. Los nietos conocían la historia y veneraban a aquel señor mayor. Había que comprender su genio, sus arranques de ira. Pobre hombre abandonado por aquella desalmada. “Y allí estaba”, contaba mi tía, “haciéndome compañía con su mandil puesto y sus zapatos de diario en los pies”. Se acabaron las obras y mi tía vivió pocos años más. Después de aquello, dejó por escrito ser enterrada junto a aquella infeliz. Para hacerle compañía.