Queridas y estimados. Este año les regalo un relato Martínez. Está basado en una historia real. Felices fiestas.

Mi madre murió justo en el momento que el doctor le preguntó con tono condescendiente “¿A ver, Matilde, qué le ocurre ahora?” Cuando terminó de escuchar el punto de la interrogación, mi madre falleció. Su cabeza se dejó caer. No emitió sonido alguno ni ninguna otra señal. Nada. Simplemente murió.  Mi psiquiatra me asegura que es imposible que mi madre lo hubiera planeado para darnos en las narices al Dr. Verdes y a mí, pero yo no estoy tan segura. El Dr. Verdes está de acuerdo con el psiquiatra, claro. Para él era una paciente más. Una paciente peculiar e hipocondríaca y una vez superado el bochorno de su muerte estará feliz con su desaparición. Mamá no le podía aguantar. “No me toma en serio y me habla como si fuera idiota”, me decía cuando salíamos de la consulta que frecuentábamos con asiduidad. “Me quiero cambiar de médico”, ordenaba. “Mamá, es que es la segunda vez que venimos esta semana y no te han encontrado nada. Además, te recuerdo que éste te gustaba más que los dos anteriores, el Dr. López y el Dr. Naser”, contestaba yo con ese tono pedagógico que le sacaba de sus casillas.  “El Dr. López era insoportable y como comprenderás no podía permitir que me auscultara y me tocara un moro”, contestaba indignada mi madre. “Árabe mamá, árabe”, corregía yo de inmediato. “Moro, hija, moro. En mi época decíamos moros y con 85 años no pienso cambiar mis hábitos.  Me encantaba la guardia mora, desfilaban que daba gusto, era lo más exótico que podíamos ver aquí hasta la llegada de las suecas y de los suecos, que parece que solo llegaban mujeres. Yo sin ir más lejos tuve un flirt francés un verano en la Costa Brava. Es que yo era una mujer moderna para mi época aquí donde me ves.”, me contaba por enésima vez.

El día que mi madre murió no faltó nuestra discusión habitual. Me mudé a vivir con ella cuando cumplió 80 años y 10 de viuda. Mi madre contaba los años y los de viudedad simultáneamente. Mi padre murió el día que ella cumplía 75 años. No se lo perdonó jamás. Tenía prevista una pequeña reunión en casa con sus tres y únicas amigas. Mi padre, ya bastante enfermo de cáncer, había permitido aquella alegría para descargar su culpabilidad por su enfermedad, con tal mala fortuna que murió mientras madre estaba con sus íntimas merendado en el salón. Sus amigas insistieron en entrar a saludar a papá. Le apreciaban mucho.  Mi madre aceptó a regañadientes y cuando entraron en la habitación se encontraron a padre muerto.

 

Mamá me llamo de inmediato. “¿Qué pasa, mamá?, ¿ya se han ido tus amigas?”, pregunté. “Hija, tu padre ha tenido que montarla justo hoy, delante de mis amigas y el día de mi cumple”, me dijo enfadada y con su habitual tono de queja. “¿Qué ha hecho?”, pregunté. “Que se ha muerto. Y justo hoy, fíjate….”. ¿Pero cómo que se ha muerto?”, grité desesperada al otro lado del teléfono. “Si, hija. Las chicas se han empeñado en entrar a ver a “su marianín” y estaba pajarito. Imagínate el lío. Todas impresionadas y… “,“pero mamá”, le interrumpí, “voy para allí. ¿Has llamado a un médico?”. “¿Un médico? ¿Para qué? Si ya está muerto, mejor un médico para que me dé un tranquilizante porque..”; “Voy”, dije enfadada colgando con fuerza el teléfono. Veinte minutos más tarde comprobé, anonadada, que efectivamente mi padre se había ido. Lloré desconsolada. Mi padre había sido un buen padre, un buen hombre que había aprendido a surfear el egoísta carácter de su mujer y que nunca se quejó. Nunca supe por qué se enamoraron o por qué se casó con ella. Era muy callado y su pasión era la naturaleza. Salía al campo todos los días a pasear, a recoger flores, hojas, fotografiaba animales. Había sido profesor de Ciencias Naturales hasta su jubilación, pero continuó con sus herbarios y sus paseos diarios por la naturaleza. A veces se iba una semana a bosques de Asturias u otros lugares a recolectar especies. “Hija, me voy de recolecta a la sierra de Cazorla”, me informaba por teléfono. Imagino que era su manera de evadirse de las constantes quejas de mi madre. Hacía unos álbumes preciosos con lo que recogía. De pequeña me llevaba a largos paseos y le ayudaba a pegar y clasificar. Me enseñó a amar la naturaleza y fue feliz cuando entré a trabajar en el Museo de Ciencias de la ciudad.

Mi madre no era muy campera. Ni campera ni andarina y se burlaba de nuestra afición o quizás estuviera celosa de nuestra complicidad. “No entiendo qué haces tantas horas con tu padre. SI no os parecéis nada, no comprendo cómo tenéis las mismas ganas de ensuciaros en el campo”, solía decir cuando volvíamos los dos exhaustos con el coche repleto de hojas, raíces, setas y algún otro insecto. Mi padre le miraba duramente y mi madre callaba. Esa mirada era lo único que le hacía callar. Bajaba la cabeza y se daba media vuelta. Tampoco era cariñosa. Ni con él, ni conmigo. Muchas veces me he preguntado el porqué de ese sentimiento de responsabilidad que tenemos con los padres, qué es lo que nos obliga a seguir cuidándolos. Lo entiendo en amigas que han tenido la suerte de tener unas relaciones maravillosas con sus progenitores. Yo la tuve con mi padre, aunque era más bien una complicidad contra la queja, el capricho y el egoísmo de mi madre. Nuestros paseos, nuestros trabajos de clasificación y creación de álbumes botánicos nos ayudaron a soportar el frío gélido de mi madre. Trabajábamos en silencio, en paz. Y cuando llegaba la hora de la comida o cena nos mirábamos con pena.

Cuando por fin logré abandonar la casa familiar intenté alejarme de mi madre. Papá acudía al Museo cada vez que había una inauguración o evento y yo mantenía la costumbre de acompañarle, al menos un domingo al mes, a sus paseos. Mi madre nunca acudió a ninguno de mis eventos. Jamás.  Prefería ir a la Iglesia del convento de monjas que había cerca de casa. Allí, según me contó, me bautizaron y también hice la primera comunión de la que no tengo recuerdo alguno. No soy precisamente una mujer religiosa, me fui de la religión suavemente, por inercia, por pereza. Mi padre tampoco iba. No podía soportar a las monjas. Decía que eran todas unas hipócritas. Mi madre iba todos los domingos y fiestas de guardar al convento. Los últimos años que vivía con ella me hizo prometerle que iría a la iglesia de las monjas a informar de su muerte cuando ocurriera. “Pregunta por la superiora, la madre Mercedes y dile que tu madre se ha muerto y que tu madre soy yo, claro, porque no te han visto desde la primera comunión”. Prometí que lo haría porque intuí que para ella era importante. Cada vez que volvía de allá, me recordaba mi promesa.  “Acuérdate de lo que te he pedido”, decía “que con lo egoísta que eres, seguro que se te olvida”. Era insoportable. Una vez muerto mi padre, podía haberla abandonado. Se me pasaba por la cabeza constantemente, pero fui incapaz. Quizás no perdía la esperanza de que fuera cariñosa, de que quisiera a alguien más que a ella. No echaba de menos a mi padre. Lo borró de sus pensamientos. Solo lo nombraba cuando tenía que hacer un trabajo que solía hacer él y que ahora, por orden suya, me tocaba a mí. Bancos, seguros, papeleos varios. No me preguntaba, no pedía por favor. Llamaba y ordenaba. Y yo obedecía. Por responsabilidad. Por el recuerdo de mi padre. Yo qué sé por qué. El caso es que no logré romper ese vínculo por mucho que lo intentara. El vínculo de la maternidad. El cordón umbilical. Si había alguien que no había tenido ese tipo de sentimiento era Ella. Cuando era pequeña me preguntaba por qué mi madre no me quería, pero al menos tenía el amor de mi padre, amor tranquilo, leal, unidos por la naturaleza. El caso es que viví con ella cinco años, sus últimos cinco años de vida. Nunca me lo agradeció ni hizo un gesto. Nada. Seis meses después de su muerte, mientras cerraba la casa, ya vendida, decidí cumplir con la última orden que me dio y fui a preguntar por la madre Mercedes. Me atendió la hermana recepcionista y cuando le dije a qué venía noté que se alteraba, fue muy rápido, noté que respiraba más fuerte y que una ola de calor le subía al rostro.  Salió rauda del mostrador y se recogió el hábito con las dos manos para caminar a paso ligero. “Espere aquí mientras aviso a la madre superiora”, murmuro. Esperé 10 minutos. Ya me iba a ir cuando vi llegar de lejos a una monja. Mientras se acercaba me recordó a alguien, el movimiento al caminar, la cabeza un poco ladeada, la boca apretada, labio fino, ojos fríos. Era una copia de mi madre, pero con 5 años menos. Me cogió las manos y dijo con una voz tan gélida como la de mi madre: “Por fin, hija mía”.